miércoles, 5 de enero de 2022

El Modigliani (pasaje)

 



El Modigliani (pasaje)

Aunque odio a los niños, mis hermanas y cuñados me habían obligado a disfrazarme de Olentzero aquellas navidades.
—Quiero una cámara de fotos con wifi, una mochila de La Patrulla Canina, un yoyó, y un juego para la Wii2 a medias con mi hermana Oihane.

Al principio, creí que aquello iba a acabar desbaratando mi plan, pero no fue así. Hacía años que no había hablado con C y sabía que sólo una llamada imprevista en un día imprevisto podría captar su atención.
—Hola, C, soy Koldo Hurtado. ¿Cuánto tiempo, eh?
—Ah, Koldo, sí mucho tiempo. Dime.
—Perdona que te llame en un día como hoy, pero creo que tengo algo que te puede interesar.
—Tengo todo el año que viene completo, ya lo siento.
—No, no es eso. He encontrado unos lienzos en una vieja nave de antes de la guerra. Creo que uno incluso podría ser de Modigliani. O de un discípulo. En la parte trasera del lienzo pone Cliff de Hory. Iba a llamar a Icaza, pero creo que no está a tu nivel.

Aunque era Nochebuena, C mordió la cucharilla como una lubineta. Yo conocía sus puntos flacos y estaba dispuesto a aprovecharme de ello. Pronto vi, además, que el hecho de que mis hermanas y cuñados me hubieran endosado a última hora aquel muerto no iba a ser en absoluto un obstáculo. A fin de cuentas, todo el mundo tiene que hacer algo en Nochebuena. C, por ejemplo, me dijo que iba a cenar con la familia de su atractiva esposa.

A pesar de que no me daba tiempo para poder pasar por casa a cambiarme, no quise retrasar la hora de mi cita con C. Al fin y al cabo, ir vestido de Olentzero en Nochebuena no es algo tan raro.

Lo vi llegar a lo lejos por la Gran Vía. Lo reconocí en seguida por su andar falsamente seguro. Mi sorpresa fue mayúscula a medida que se acercaba. Cuando cruzó a la Plaza Elíptica vi claramente que él también venía vestido de Olentzero. Encima del disfraz llevaba un abrigo caro negro, estrecho por la cintura. Aquello, junto a la txapela, las medias de lana blanca y las abarcas de cuerdas, lo hacía parecer aún más ridículo que yo mismo. No se había quitado ni la barba. En ese instante me di cuenta de que yo tampoco. También recordé entonces que aún llevaba el saco de carbón atado a mi espalda. Mi hermana Eunate me lo había cosido para así poder agarrar a los niños en brazos sin que me molestara, y se me había olvidado quitármelo.

C seguía caminando hacia donde yo me encontraba. Me vino la imagen de dos Olentzeros reunidos en medio de la Plaza Elíptica a las doce de la noche. Los chavales que habían quedado en la fuente miraban con cara de mosqueo. De inmediato, intenté apartar aquella visión de mi pensamiento para poder concentrarme mejor.

Yo había conocido a C al terminar la carrera. Ambos éramos dos jóvenes con ganas de ser reconocidos como artistas. Su problema era que no tenía talento ni para hacer fractales. Mi problema, sin duda alguna, fue C.

Ocurrió hace exactamente veintitres años. Era invierno y mi amiga Ana Ezkurza había organizado una exposición de artistas de la India y Pakistán. La exposición, aparentemente, había sido un gran éxito si nos ateníamos a los periódicos o a las diferentes emisoras. Incluso se emitió un reportaje en la tele de entonces. Pero no se vendió un solo cuadro.

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