Nuevo avance del libro "Historias de la chusma" de Oskar Bilbao. Segundo de ikurriñas.
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Segundo de ikurriñas
El tío Manolo preguntó a Jorge:
—¿Qué estudia Maite?
Se refería a la nueva cuidadora. Jorge miró a su padre con cara de granuja
y contestó:
—No estoy seguro. —Luego añadió—: Segundo
de ikurriñas, creo.
Todos los mayores que estaban allí se rieron con su respuesta. Algunos
incluso se troncharon. Aquello cundió muchísimo. Franco había muerto hacía
poco, y Jorge tendría ocho o nueve años. Yo no tendría más de once o doce.
Cuando se marcharon los invitados, todos los hermanos ayudamos a mi madre a
recoger los vasos y los platos. Luego, aquella misma noche, Txomin y yo conseguimos
ver un capítulo de Kung Fu. Mis
padres decían que era muy tarde y que tenía dos rombos, pero nosotros dejábamos
la puerta de nuestro dormitorio abierta y la imagen del televisor se reflejaba
en el cristal de la ventana, que hacía de pantalla. Con la persiana ya bajada
debido a la hora, a mí, la primera vez que me fijé en aquel reflejo me pareció
todo un descubrimiento. Nos sentábamos los dos en el suelo contra la cama, y
escuchábamos el sonido que provenía de la otra habitación. Nuestra tele, en aquella
época, aún era en blanco y negro pero ¿a quién coño le importaba eso si aquello
era a lo máximo a lo que se podía aspirar?
Aún en esas condiciones, nos encantaba la serie. En aquel capítulo, Caine
—aunque Txomin y yo al protagonista lo llamábamos Kung Fu— y otros mineros
quedaban atrapados por un derrumbamiento. El aire se les acababa y se ahogaban
pero, al final, alguien a porrazos lograba hacer pasar una tubería metálica
entre los escombros, y se salvaban gracias al aire que llegaba a través de ella.
Kung Fu, como en todos los capítulos, demostraba su templanza y
autocontrol. A mí aquello me fascinaba. No acaba de entender qué pintaba un
chino en una película de vaqueros. Por todo eso, el planteamiento ya me atraía,
aunque entonces, probablemente, no supiera exactamente por qué. Por otro lado,
tampoco acababa de comprender en qué consistía aquella sabiduría, supuestamente
oriental, que acompañaba al protagonista. Pero lo que sí sabía era que me
cautivaban aquellos hipnóticos flashbacks en el monasterio entre el pequeño
saltamontes y el maestro de ojos extremadamente brillantes.
Más tarde supe que David Carradine, en esa serie, le había quitado el papel
a Bruce Lee que, desde hacía mucho, había sido mi preferido en las películas de
artes marciales. Muchas de ellas, las daban en el propio cine del colegio. Al
parecer, Bruce Lee era demasiado chino para los amplios ojos occidentales. Sin
embargo, nunca por eso me ha dejado de gustar Kung Fu con David Carradine. De todas formas, es un hecho que hasta
que Tarantino no lo rescató Carradine nunca logró superar el
encasillamiento de aquel papel. Como a tantos. El día que me enteré de su muerte en aquellas
circunstancias —tan alejadas de la templanza y la continencia— pensé que la
serie era aún más grande y compleja de lo que yo ni Txomin nunca hubiéramos
podido imaginar cuando teníamos 12 años.
Volví a mirar el reloj digital que marcaba ya las 08:14. ¡Habían pasado 20
minutos en 2! Txomin ya se había ido. Me vestí con la ropa del día anterior,
cogí unas galletas, y llené la bolsa con los libros pertinentes. Salí y corrí.
Aunque nuestros padres eran nacionalistas, Txomin y yo íbamos a un colegio
de curas en castellano. En aquella época, casi todo el mundo estudiaba en
castellano, excepto algunos pioneros como mis primos. Mis tíos habían puesto
dinero para crear la primera ikastola de Bilbao. En aquella época, para que
fueras a una ikastola se tenía que dar al menos una de estas condiciones: que tus
padres tuvieran dinero; que tus padres hablasen euskera; o que tus padres
fueran muy nacionalistas.
De todas formas, la gran mayoría de la gente que cumplía las tres
condiciones estudiaba en castellano. 40 años de doble represión habían dejado
una huella indeleble.
Aquel año nuestro tutor era Don José María:
—Ya sabéis. Tenéis que elegir un personaje histórico al que admiréis por
algo, y escribir una redacción sobre él. Podéis empezar ahora y la termináis en
casa.
Yo me sentaba detrás de Allende, al lado de Aitor. Aurre estaba más a la
derecha.
En aquella
época el que no tenía una ikurriña en la carpeta era poco menos que idiota, y
el negociante de Aitor aprovechaba para pulir pegatinas del PNV a diestro y
siniestro. 10 pelas, que son pal partido, solía decir.
—Aitor, toma un duro. Es de Aurre. Dice que quiere una del dedo —dijo
Allende por lo bajo. Algunos habían empezado ya a escribir.
—¿Una del dedo? Las del dedo valen dos —respondió Aitor con altivez.
Ciertamente, él era el único de nosotros que había montado un negocio—. Mañana
te traigo el otro duro, pero dámela ahora, ¿vale, Aitor? Por favor —susurró
Aurre desde lejos.
Aitor puso cara, pero en seguida abrió su carpeta y de su interior extrajo
un pequeño fajo de pegatinas, todas iguales, perfectamente troqueladas. Sobre
un fondo con la ikurriña, mostraban a un tío con txapela que te señalaba con el
dedo. Debajo ponía Euzkadik behar zaitu.
La idea estaba fusilada del America needs
you yanqui. Aitor cogió una cuidadosamente, se la pasó a Allende y éste se
la dio a Aurre.
Antes de guardarse el duro en el bolsillo, Aitor apuntó algo en una
libreta. Ser un comerciante no me parece nada malo, sin embargo, en clase había
mucha gente que lo criticaba por ello. Pero me daba igual. A mí me gustaba
Aitor. De hecho era, junto a Aurre, mi mejor amigo. Lo pasábamos increíble.
Las manos de Aurre pegaron con sumo cuidado la pegatina en su nueva
carpeta. Luego la miró como quien se mira en un espejo con unos zapatos nuevos.
En aquel momento, entró Gorrochategui, un niño de otra clase. Vi algo en su
carpeta que, desde luego, me llamó la atención. La tenía forrada de banderas
españolas, y de símbolos franquistas y falangistas.
—Don José María, el Padre Urtusagasti me ha encargado que le diga que vamos
al patio a hacer gimnasia y que no lo espere a la salida.
Aurre y Allende miraban la carpeta de Gorrochategui con ojos de verlo y no
creerlo. Aitor se puso de pie y, medio acurrucado entre pupitre y pupitre,
gritó por lo bajo en plan consigna:
—¡Gorrochategui, fascista, cabrón, imperialista!
Inmediatamente se sentó. Por suerte para todos, Aitor no era tan tonto como
para que Don José María le oyera.
—Gorrochategui ¿es un facha, no? —preguntó Allende con cara sorprendida.
—¿Os habéis fijado? Tenía la carpeta llena de banderas españolas —añadió
Aurre, bastante excitado. Aitor sentenció:
—Es Miguel Gorrochategui, un imperialista. El sobrino de Dolores
Gorrochategui, la alcaldesa.
—A ver, Ateka y Alberdi. ¿Queréis callar y empezar a escribir de una vez?
Yo no sabía sobre quién hacer la redacción. Lo único que se me ocurría era
escribir sobre Iribar, o algo así. Pero no me parecía serio porque ya lo había
hecho en los dos cursos anteriores. Fue entonces cuando miré a mi izquierda y
me fijé en el folio de Aitor. No estaba escribiendo. Todo el tiempo que yo me
había pasado intentando buscar un personaje él lo había empleado en dibujar. Lo
hacía bastante bien. Hecho a bolígrafo, sobre la parte superior derecha de la
hoja, se veía el retrato de un chaval joven con gafas y corbata que se me hacía
vagamente familiar. Cuando Aitor consideró que su retrato estaba terminado, vi
cómo empezaba a escribir:
TXABI ETXEBARRIETA.
He elegido a Txabi porque, además ser
de un gran tío, fue alumno de este colegio.